14/9/14

El Pescador Optimista



El Pescador Optimista
En el espigón del Club de Pesca en Mar del Plata hice gran parte de mi carrera como pescador deportivo. Por una cuestión de permisos y de dinero, mi ámbito natural de pesca estaba reducido a este lugar y al espigón de Punta Iglesias que está a su lado. No me dejaban ir a la Escollera Norte o a la Sur, era lejos y no podían acompañarme. Ese espigón era como un pelotero para mí, estaba bajo cierto control y seguro. Lo peor que podía pasar era que me cayera al agua. Sabía nadar, aprendí desde muy chico en una colonia de vacaciones, el mar no era lo mismo pero me podía defender bastante bien cuando nadaba en la playa. Por eso me dejaban ir.


A veces pienso que mis viejos me dejaron hacer cosas que yo jamás les habría permitido hacer a mis hijos. Me iba a las ocho de la mañana y volvía a las ocho de la noche. No había celular, en el departamento no había teléfono. Era otra época. No había cinturones de seguridad, no había estufas en el colegio, no había vacunas, andábamos de pantalón corto en pleno invierno, no había tantos controles como ahora, pero igual sobrevivimos.
No había tantos locos sueltos como hay ahora. Ahora todo es inseguridad y paranoia. Era diferente.
Empecé a ir cuando tenía trece años. Me daban plata para la entrada, la carnada y nada más. Si quería comer o tomar algo tenía que llevarlo de mi casa. En Mar del Plata no tenía bicicleta así que caminaba desde Rawson y Buenos Aires hasta Luro y la costa. Eran doce o trece cuadras que de ida no se sentían, la ilusión de pescar me daba fuerzas, además, recordemos que tenía trece años, era inmortal.
El tipo de gente que iba a pescar al espigón era muy variado. Había chicos y grandes, abuelos cancheros y jóvenes inexpertos, pero todos eran optimistas. La convicción de éxito del pescador casi podría tildarse como un optimismo maníaco. Este optimismo, esta fiebre, excede las esperanzas que uno tiene de pasar un examen, de conquistar a una chica, de obtener un empleo, hasta de las cosas más accesibles y razonables. No le ponemos tanta plata a la casa o a la ropa, o inclusive al tan adorado auto, como a la pesca. Pagamos cifras ridículas, en la opinión de nuestras esposas o de cualquier ser humano sensato, por una especie de quimera que raramente se cumple como la soñamos, y solamente a medias.
No hay ninguna relación entre el tiempo, esfuerzo y dinero que consume esta pasión.
Las pasiones son así, pasiones.
Es increíble el dinero y el esfuerzo que gastamos en las pocas veces que salimos de pesca, antes, durante y después, en mil pavadas. A veces, “invertimos” en señuelos que nunca utilizaremos, líneas que se secarán y quedarán inútiles para la próxima temporada. Con todo ese dinero podríamos llenar hasta el borde tres de esas cazuelas gigantes que se usan en las fiestas patronales de los pescadores de San Calamar con todos los cefalópodos y artrópodos conocidos en el mundo moderno.
La posibilidad de atrapar veinte, que digo veinte, aunque sea dos matungos, nos nubla la vista y el juicio. Cuando Fabián, el de la casa de pesca, nos dice mirándonos a la cara, muy relajado y como la cosa más natural del mundo, que las porquerías que nos puso en una bolsita de plástico suman 2.365 pesos, le pagamos y nos vamos rápidamente a jugar al taller con todo eso.
Ahora hay nylon multifilamento, hay que cambiar todo el nylon de los reeles que tenemos y los reeles también! Hay que tener ese aparato agarrador de pescados para poder pesarlos. Como si los que atrapamos nosotros fueran dignos de pesarse.
Hay que tener cañas de grafito, las otras, las de fibra de vidrio y que están buenas todavía, nos da vergüenza empuñarlas frente a otros poseedores de las extraordinariamente rendidoras varas de materiales que todavía no figuran en la tabla de elementos químicos.
Somos optimistas incurables.
No hay que olvidar que el objetivo de la pesca no es solamente el pescado que podemos traer a casa. Hay otros atractivos que no son ajenos a cualquier otra actividad, deportiva, intelectual o social en general. El compartir el tiempo haciendo lo que nos enloquece con amigos que sufren de la misma locura.
Nos reunimos para planear las salidas, hablamos horas sobre el tema, comemos juntos, incentivamos a nuestros hijos para que estén en contacto con la naturaleza, vamos a nuestro club de pesca donde compartimos experiencias y nos entretenemos como chicos.
Seguramente es todo ese combo lo que nos impulsa a meterle tantas fichas a nuestro pasatiempo. Son juegos para nenes grandotes.
Entre los pescadores que iban asiduamente al espigón, estaba un señor de unos cuarenta y cinco años. Lo llevaban y lo traían de la mano. Vestía un pantalón de sport muy blanco, zapatillas nuevas, un sombrero de tela blanco, parecía que se había escapado de una cancha de tenis en 1930.
Aparentemente tenía algún problema mental. Igual que todos los demás pescadores, como ya expliqué. Pero este hombre parecía ser el más optimista de todos. Sonreía todo el tiempo mientras trataba de pescar algo por el agujero de una rejilla.
Un par de asistentes lo sentaban en los bancos de plaza que estaban contra la pared, le daban una línea de mano y le encarnaban los dos anzuelos con camarones muy frescos. Yo compraba los que habían quedado del día anterior, eran más baratitos.
El pobre hombre desenroscaba la línea y cuidadosamente la pasaba a través del agujero de una rejilla que se sacaba para ese proceso ridículo, al lado del banco hasta que tocaba el fondo, ni se acercaba al agua, no lo dejaban. Pero, como dije antes estaba siempre contento mientras trataba de pescar algo por el agujero de la rejilla.
Se excitaba mucho si algún otro pescador sacaba alguna pieza grande, se reía y gritaba. Sus acompañantes trataban de que no armara escándalo.
Entre la gente rara había una señora que, desde mi tierna visión de trece años, tenía como mil años. Tenía una cañita negra de madera, corta, muy corta, un reel viejo con dos manivelas, sin multiplicación, camarones frescos y un sombrero grande de paja de ala ancha que se ataba con un enorme moño. Se parecía a la Bubulina de Zorba el Griego. Era la esposa de un viejo político de la época, según me dijo una vez.
Era francesa, le daba cierto glamour al muelle. Se ve que no tenía nietos ni obligación alguna, se pasaba el día entero en el espigón. Se inclinaba sobre el borde durante horas, sentada en esos bancos de madera durísima, parecían de piedra, era casi imposible moverlos. Ella subía y bajaba la línea como si estuviera pescando con un lengue para pejerrey, así sentía lo que pasaba allá abajo, decía.
Nunca se iba sin pescar alguna corvina que otra, siempre regalaba todo lo que pescaba al que menos había sacado. Era un ejemplo esa viejita. Al menos, para mí.
También estaba una familia de mendocinos que venían todos los años en un viejo coche pintado de celeste, se veía que lo habían pintado a mano. Se venían desde Mendoza, 1.100 kilómetros en esa porquería rodante de guardabarros grandotes, a la casa que les prestaba un pariente y se quedaban como dos meses. Todos los días pescables estaban firmes como rulo de vidrio en sus asientos tratando de llevarse a casa algo para comer. Sí, los rulos de vidrio tampoco se mueven, y los ojos de estatua tampoco.
-¡Hola shúbio!!-, me gritaba el mendocino cuando me veía llegar. Era por los pelos que ya perdí hace rato. Era un tipo afable igual que su esposa y sus cinco hijos. Tranquilo, paciente y muy generoso. Siempre compartía su carnada cuando se me terminaban mis camaroncitos de segunda. También me alimentaba con pan con chicharrón que su mujer hacía en el horno de barro. Una delicia!
En ese muelle pasábamos horas esperando el pique. Si la marea estaba bajando decíamos que a lo mejor, cuando cambiara la marea habría pique, y viceversa. Estábamos con el lomo y el cogote al sol todo el día. Yo me iba cuando nos echaba el encargado o cuando se largaba a llover fuerte y ya no me podía quedar más.
No había nada que hacer en el departamento, no había tele, no existía la playstation ni teníamos mascotas para llevar a pasear. Apenas se sacaba una pieza había que sacarle las tripas para que no se pudriera. Le sacaba las escamas cuando llegaba casa y le ensuciaba el lavadero a mi pobre abuela Piri. Además del enchastre, me cocinaba todo lo que yo traía. Generalmente eran corvinas, grandes y chicas, las hacía al horno con toneladas de ajo cebolla y tomate. Muy ricas, al menos a mí me parecían exquisitas. Eso sí, había que quitarles las espinas a medida que las comíamos.
Qué paciencia tenía mi abuela, se ve que me quería muchísimo! Yo también la quise como loco. La extraño cuando pienso en todo el tiempo que me dedicaba, me daba besos repetidos y ruidosos, muah , muah , muah y abrazos sin fin. Mi abuela tenía olor a abuela.
Hablando de aromas del Cairo, cuando me sobraban camarones, rara vez, los traía de vuelta, a medio cocinar por el sol. Largaban un terrible olor a puerto, los envolvía lo mejor posible y los ponía dentro del congelador de la heladera que tenía una bochita en la punta de la manija. Así duraban para otra batalla.
Volvamos al optimista del Club de Pesca. Una tarde de mucho calor, estábamos casi todos pescando del lado de la sombra. Había que pasarse al otro lado del muelle después del mediodía porque no se podía aguantar el sol todo el día. Llegó el eterno optimista con su sonrisa tipo Guasón, se instaló, le prepararon la línea y la largó por el agujero de la rejilla. Así estuvo como dos horas, concentrado y sonriéndole a la vida.
En una de ésas, pegó un alarido tremendo y tiró de la piola como para arrancar un motor de lancha. Algo le había picado y él había respondido inmediatamente. Siguió gritando como loco hasta que se acercaron para ver qué había pasado.
Se podía ver una enorme corvina a través del agujero que flotaba en la superficie pero que el pobre optimista no podía subir. Era una pieza enorme. Era deficiente mental pero se daba cuenta que no iba a pasar por el agujero.
Miraba para todos lados pidiendo ayuda. Al principio nadie sabía qué hacer. Finalmente, aparecieron algunos de los socios del club, los que pescaban en la punta de la escollera, lugar prohibido para nosotros los pescadores mortales comunes.
Quisieron sacarle la línea de la mano al optimista que no quería soltarla por nada del mundo. Eran inútiles las explicaciones. Una vez que sacaba algo y le querían robar el pescado! Se negaba a entregar la piola pero finalmente entre grito y llanto, le sacaron la línea. Lo sentaron y lo tomaron de cada brazo, como si lo estuvieran arrestando o algo así.
Se produjo un remolino de gente que iba de acá para allá. Unos tomaban partido por el optimista, otros estaban más interesados en saber cómo iban a subir la corvina al muelle.
Con un bichero alcanzaron a enganchar la línea y trajeron la corvina por entre los parantes del muelle hasta el borde. Después trajeron un inmenso mediomundo con una caña gruesa y entre cinco personas izaron la corvina hasta posarla sobre el muelle.
Pesaba 22.500 kilos, una corvina rubia enorme. Yo no sabía que había rubias tan grandes. Sabía que las corvinas negras llegan a 60 kilos.
El optimista no lo podía creer, los demás tampoco. Esa fantástica pesca que premió a la persistencia del optimista quedará en mi retina para siempre y en los anales de la historia del Club de Pesca.
Una verdadera lección de esperanza.
AUTOR: Dick Keller

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